“Celebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren la gracia que significan. Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; Él es quien bautiza, Él quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia que el sacramento significa. El Padre escucha siempre la oración de la Iglesia de su Hijo que, en la epíclesis de cada sacramento, expresa su fe en el poder del Espíritu. Como el fuego transforma en sí todo lo que toca, así el Espíritu Santo transforma en vida divina lo que se somete a su poder.”[1]

INTRODUCCIÓN

La fe de la Iglesia es anterior a la fe del fiel, el cual es invitado a adherirse a ella. Cuando la Iglesia celebra los sacramentos confiesa la fe recibida de los apóstoles. Por eso ningún rito sacramental puede ser modificado o manipulado a voluntad del ministro o de la comunidad. Incluso la suprema autoridad de la Iglesia no puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia.[2]

OBJETIVO

Al finalizar el tema las parejas podrán conocer:

1) A que están ordenados los Sacramentos.

2) Qué son los Sacramentos.

3) La gracia en los Sacramentos.

4) Materia y Forma de los Sacramentos.

5) El Sacramento del Bautismo.

6) El Sacramento de la Confirmación.

7) El Sacramento de la Eucaristía.

8) El Sacramento de la Reconciliación.

9) El Sacramento de la Unción de los Enfermos.

10) El Sacramento del Orden Sacerdotal.

11) El Sacramento del Matrimonio.

DESARROLLO

a)          De acuerdo a las sesiones los objetivos se alcanzarán, como sigue:

Sesión 9 objetivos del 1 y al 4

Sesión 10 objetivo 5 y 6

Sesión 11 objetivo 7 y 8

Sesión 12 objetivo 9 y 10

Sesión 13 objetivo 11

b) Las citas bíblicas para cada sesión son:

Pendiente.


 

ORACIÓN INICIAL

SOMOS EL PUEBLO DE LA PASCUAS

Somos el pueblo de la Pascua,

Aleluya es nuestra canción,

Cristo nos trae la alegría;

levantemos el corazón.

El Señor ha vencido al mundo,

muerto en la cruz por nuestro amor,

resucitado de la muerte

y de la muerte vencedor.

El ha venido a hacernos libres

con libertad de hijos de Dios,

El desata nuestras cadenas;

alegraos en el Señor.

Sin conocerle, muchos siguen

rutas de desesperación,

no han escuchado la noticia

de Jesucristo Redentor.

Misioneros de la alegría,

de la esperanza y del amor,

mensajeros del Evangelio,

somos testigos del Señor.

Gloria a Dios Padre, que nos hizo,

gloria a Dios Hijo Salvador,

gloria al Espíritu divino:

tres Personas y un solo Dios.

Amén.


4.8.1. Iluminación.

Los sacramentos están ordenados a:

  • La santificación de los hombres
  • La edificación del Cuerpo de Cristo
  • A dar culto a Dios

Pero, como signos, también tienen un fin instructivo. No sólo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por se llaman sacramentos de la fe.[3]

4.8.2. Sacramento.

Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas.[4]

La Iglesia afirma que para los creyentes los sacramentos de la Nueva Alianza son necesarios para la salvación. La "gracia sacramental" es la gracia del Espíritu Santo dada por Cristo y propia de cada sacramento. El Espíritu cura y transforma a los que lo reciben conformándolos con el Hijo de Dios. El fruto de la vida sacramental consiste en que el Espíritu de adopción diviniza (2Pe. 1, 4) a los fieles uniéndolos vitalmente al Hijo único, el Salvador.[5]

Cada uno de los siete sacramentos es “una señal visible instituida por Cristo para dar gracia”.

4.8.3. Sacramento un signo visible.

Hay muchos signos en el mundo y muchas variaciones de los mismos signos. Uno solo tiene que pensar en los diversos alfabetos y cómo, incluso en un solo alfabeto, esas letras pueden unirse en muchas combinaciones diferentes para significar muchas palabras diferentes, e incluso entonces una sola palabra puede tener muchos significados diferentes. Ya sea que las señales sean letras o señales de tráfico, las señales de nuestro mundo son señales de convención. La humanidad ha creado el signo y le ha dado un significado acordado.

Un sacramento es una señal; sin embargo, un sacramento transmite lo que significa. Cuando una persona llega a una señal de alto, el significado se transmite a la persona, pero es la persona que elige detenerse o no. La señal no transmite la detención. No hace que el auto se detenga. Sin embargo, un sacramento realmente transmite lo que significa. Es un signo eficaz. Si la señal de alto fuera un sacramento, en realidad transmitiría detención.

Los sacramentos, como signos visibles, tienen “una eficacia objetiva intrínseca, ex opere operato , que también es una obra especial del Espíritu Santo”. Por ejemplo, cuando se dice que el bautismo convierte a una persona en una nueva criatura en Cristo, ese efecto no puede reducirse a un mero sentimentalismo o subjetividad. No es cómo se siente la persona lo que le da sentido al bautismo. Más bien, la disposición adecuada del catecúmeno se cumple con una gracia objetiva en las aguas del bautismo. En consecuencia, las aguas del Bautismo significan una limpieza y transmiten la limpieza real del alma, la limpieza del pecado original. El poder de los sacramentos no está enraizado en la subjetividad del individuo sino en la autoridad de Jesucristo. En resumen, los sacramentos son objetivamente “eficaces porque en ellos Cristo mismo está obrando”.

4.8.4. Los sacramento instituidos por Cristo.

En cumplimiento de la Sagrada Escritura y de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia Primitiva, el Concilio de Trento (AD 1547) declaró: “Los sacramentos de la nueva ley fueron… todos instituidos por Jesucristo nuestro Señor”. Los sacramentos no fueron instituidos “implícitamente” ni fueron “evoluciones” de Cristo a la vida de la Iglesia.

Cristo explícitamente “instituyó los sacramentos asignando la gracia y también el rito externo que lo significa”. Por ejemplo, Cristo instituyó el Sacramento del Bautismo en su Bautismo. Santo Tomás de Aquino comenta: “a través del contacto con su carne, el poder regenerativo entró no solo en las aguas que entraron en contacto con Cristo, sino en todas las aguas del mundo entero y durante todas las edades futuras”. Además, aunque se instituyó el bautismo, Cristo no ordenó a su discípulo que bautizara hasta después de su muerte y resurrección. Como enseña Aquino, Cristo instituyó los siete sacramentos durante su vida, pero el poder de esos sacramentos fluye de la Pasión y resurrección de Cristo.

4.8.5. La Gracia.

Según la Sagrada Tradición de la Iglesia, “un sacramento es un signo visible instituido por Cristo para dar gracia”. La gracia, según el Catecismo, es “el regalo gratuito e inmerecido que Dios nos da para responder a nuestra vocación de convertirnos en sus hijos adoptivos”. En otras palabras, es “un don sobrenatural de Dios, que nos ha sido otorgado a través de los méritos de Cristo, para nuestra salvación”.

La gracia, como la “participación en la vida de Dios”, perfecciona o eleva la naturaleza; permite a la humanidad alcanzar un fin por encima de lo que la naturaleza humana podría alcanzar de otro modo: por gracia, la humanidad puede lograr un fin sobrenatural , Dios. La gracia “nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria” y en nuestra “vocación a la vida eterna”.

4.8.6. Dos tipos de Gracia.

Sí, en general hay dos categorías diferentes de gracia: gracia habitual y gracia actual. En la Sagrada Tradición, la gracia habitual “permanece con nosotros mientras no seamos culpables de pecado mortal”, sin embargo, ” la gracia actual nos llega solo cuando necesitamos su ayuda para hacer o evitar una acción, y permanece con nosotros solo mientras estamos haciendo o evitando la acción “.

En otras palabras, la gracia habitual es una “disposición permanente para vivir y actuar de acuerdo con el llamado de Dios”, mientras que la gracia real se refiere a las intervenciones periódicas de Dios. Un ejemplo de gracia habitual sería la gracia santificante , mientras que un ejemplo de gracia actual sería la curación de una enfermedad o una infusión sobrenatural de fortaleza para enfrentar un desafío específico.

4.8.7. Gracia Santificante.

La “gracia santificante”, según la Iglesia, “es esa gracia que hace al alma santa y agradable a Dios”. En otras palabras, “la gracia santificante es un acto habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona el alma misma para permitirle vivir con Dios, actuar por su amor”. El proceso de recibir y aumentar la gracia santificante en el alma, de vivir una vida santa y agradable a Dios, se llama santificación . A través de la santificación, los católicos se vuelven más como Cristo, más como Dios.

4.8.8. Trasmisión o aumento de la Gracia Santificante.

Algunos de los sacramentos dan gracia santificante, y otros la aumentan en nuestras almas. De los siete sacramentos instituidos por Cristo: el bautismo, la confirmación, la sagrada eucaristía, la confesión, la unción de los enfermos, orden sacerdotal y el santo matrimonio, solo el bautismo y la confesión imparten gracia santificante.

Se dice que el bautismo y la confesión “dan gracia cuando no hay gracia en el alma, o en otras palabras, cuando el alma está en pecado mortal”; pero el bautismo da el don del Espíritu Santo y la gracia santificante donde antes no estaba allí, mientras que la Confesión restaura la gracia santificante que se ha perdido debido al pecado mortal.

Los otros cinco sacramentos sirven para fortalecer la gracia santificante en nosotros, ya que la Iglesia enseña que “se dice que aumentan la gracia cuando ya hay gracia en el alma, a lo que se agrega más por el Sacramento recibido”.

4.8.9. La Gracia Sacramental.

Hay gracias sacramentales, regalos propios de los diferentes sacramentos”. La Iglesia enseña que “la gracia sacramental es una ayuda especial que Dios da para alcanzar el fin para el cual instituyó cada sacramento”. Por ejemplo, el Sacramento de la Confirmación nos ayuda a “aferrarnos a nuestra fe y profesarla firmemente”, y el Sacramento de la Confesión absuelve el pecado y “nos ayuda a vencer la tentación y perseverar en un estado de gracia”. Por lo tanto, cada Sacramento da o fortalece la gracia santificante, y cada sacramento da una gracia sacramental específica adaptada a su propósito específico.

4.8.10. Los fines sobrenaturales de los Sacramentos.

Los fines sobrenaturales de los sacramentos reflejan los fines naturales de nuestras vidas. El Sacramento del Bautismo, nuestra nueva creación en Cristo, refleja nuestro nacimiento natural.

La confirmación, en la cual recibimos los dones del Espíritu Santo, refleja la maduración natural, el crecimiento y el fortalecimiento de nuestras vidas naturales.

En la Sagrada Eucaristía, en la que comemos Su Cuerpo y bebemos Su Sangre, refleja nuestro alimento natural en alimentos y bebidas.

El sacramento de la confesión, en el que nuestras almas están absueltas del pecado, refleja la curación de nuestros propios cuerpos.

El Sacramento de la Unción de los Enfermos también refleja la curación, pero además refleja la ayuda que todos necesitamos en la hora de nuestra muerte.

El Sacramento del Orden Sacerdotal, en el cual Cristo instituyó la autoridad de la Iglesia, refleja la jerarquía natural y la autoridad en la naturaleza.

Finalmente, el Santo Matrimonio refleja la institución natural del matrimonio. El Santo Matrimonio es único, en la medida en que es el único sacramento que perfecciona una institución natural ya existente.

4.8.11. Materia y forma de los Sacramento.

Para ser válido, cada sacramento tiene una forma y materia apropiada que debe unirse. En general, el asunto de cada sacramento es algo visible, y la forma de cada sacramento es una oración. El asunto del sacramento debe ser tratado por la forma. Por ejemplo, en el bautismo, el asunto es “agua real y natural”, y la forma es la fórmula trinitaria instituida por Cristo: “Te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ” Sumergir a alguien en el agua sin la fórmula trinitaria no es bautismo, así como simplemente decir que la fórmula trinitaria sin agua no cumple con el Sacramento del Bautismo. Cada sacramento tiene una forma y materia apropiada, y la materia y la forma de cada sacramento deben unirse para que el sacramento sea válido.

 



LOS SACRAMENTOS

4.8.12. Bautismo.

El Bautismo es el sacramento en el cual se funda nuestra fe misma, que nos injerta como miembros vivos en Cristo y en su Iglesia. Junto a la Eucaristía y la Confirmación forma la así llamada «Iniciación cristiana», la cual constituye como un único y gran acontecimiento sacramental que nos configura al Señor y hace de nosotros un signo vivo de su presencia y de su amor.

No es lo mismo una persona bautizada o una persona no bautizada. Nosotros, con el Bautismo, somos inmersos en esa fuente inagotable de vida que es la muerte de Jesús, el más grande acto de amor de toda la historia; y gracias a este amor podemos vivir una vida nueva, no ya en poder del mal, del pecado y de la muerte, sino en la comunión con Dios y con los hermanos.

Es importante saber el día que fui inmerso precisamente en esa corriente de salvación de Jesús. El riesgo de no conocerla es perder la memoria de lo que el Señor ha hecho con nosotros; la memoria del don que hemos recibido. Entonces acabamos por considerarlo sólo como un acontecimiento que tuvo lugar en el pasado —y ni siquiera por voluntad nuestra, sino de nuestros padres—, por lo cual no tiene ya ninguna incidencia en el presente. Debemos despertar la memoria de nuestro Bautismo. Estamos llamados a vivir cada día nuestro Bautismo, como realidad actual en nuestra existencia.

El miércoles pasado hemos comenzado un breve ciclo de catequesis sobre los Sacramentos, comenzando por el Bautismo. Y en el Bautismo quisiera centrarme también hoy, para destacar un fruto muy importante de este Sacramento: el mismo nos convierte en miembros del Cuerpo de Cristo y del Pueblo de Dios. Santo Tomás de Aquino afirma que quien recibe el Bautismo es incorporado a Cristo casi como su mismo miembro y es agregado a la comunidad de los fieles (cf. Summa Theologiae, III, q. 69, a. 5; q. 70, a. 1), es decir, al Pueblo de Dios. En la escuela del Concilio Vaticano II, decimos hoy que el Bautismo nos hace entrar en el Pueblo de Dios, nos convierte en miembros de un Pueblo en camino, un Pueblo que peregrina en la historia.

De generación en generación se transmite la vida, así también de generación en generación, a través del renacimiento en la fuente bautismal, se transmite la gracia, y con esta gracia el Pueblo cristiano camina en el tiempo, como un río que irriga la tierra y difunde en el mundo la bendición de Dios.

En virtud del Bautismo nos convertimos en discípulos misioneros, llamados a llevar el Evangelio al mundo. «Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador... La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo» de todos, de todo el pueblo de Dios, un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. El Pueblo de Dios es un Pueblo discípulo —porque recibe la fe— y misionero —porque transmite la fe—. Y esto hace el Bautismo en nosotros: nos dona la Gracia y transmite la fe. Todos en la Iglesia somos discípulos, y lo somos siempre, para toda la vida; y todos somos misioneros, cada uno en el sitio que el Señor le ha asignado.

Nadie se salva solo. Somos comunidad de creyentes, somos Pueblo de Dios y en esta comunidad experimentamos la belleza de compartir la experiencia de un amor que nos precede a todos, pero que al mismo tiempo nos pide ser «canales» de la gracia los unos para los otros, a pesar de nuestros límites y nuestros pecados. La dimensión comunitaria no es sólo un «marco», un «contorno», sino que es parte integrante de la vida cristiana, del testimonio y de la evangelización. La fe cristiana nace y vive en la Iglesia, y en el Bautismo las familias y las parroquias celebran la incorporación de un nuevo miembro a Cristo y a su Cuerpo que es la Iglesia.

4.8.13. Confirmación.

La Confirmación, se entiende en continuidad con el Bautismo, al cual está vinculado de modo inseparable. Estos dos sacramentos, juntamente con la Eucaristía, forman un único evento salvífico, que se llama —«iniciación cristiana»—, en el que somos introducidos en Jesucristo muerto y resucitado, y nos convertimos en nuevas creaturas y miembros de la Iglesia.

El término «Confirmación» nos recuerda luego que este sacramento aporta un crecimiento de la gracia bautismal: nos une más firmemente a Cristo; conduce a su realización nuestro vínculo con la Iglesia; nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe, para confesar el nombre de Cristo y para no avergonzarnos nunca de su cruz.

La Confirmación, como cada sacramento, no es obra de los hombres, sino de Dios, quien se ocupa de nuestra vida para modelarnos a imagen de su Hijo, para hacernos capaces de amar como Él. Lo hace infundiendo en nosotros su Espíritu Santo, cuya acción impregna a toda la persona y toda la vida, como se trasluce de los siete dones que la Tradición, a la luz de la Sagrada Escritura, siempre ha evidenciado.

¿Cuáles son estos dones? Sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Y estos dones nos han sido dados precisamente con el Espíritu Santo en el sacramento de la Confirmación.

Cuando acogemos el Espíritu Santo en nuestro corazón y lo dejamos obrar, Cristo mismo se hace presente en nosotros y toma forma en nuestra vida; a través de nosotros, será Él, Cristo mismo, quien reza, perdona, infunde esperanza y consuelo, sirve a los hermanos, se hace cercano a los necesitados y a los últimos, crea comunión, siembra paz. Piensen cuán importante es esto: por medio del Espíritu Santo, Cristo mismo viene a hacer todo esto entre nosotros y por nosotros.


4.8.14. Comunión.

Lo que vemos cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la misa, nos hace ya intuir lo que estamos por vivir. En el centro del espacio destinado a la celebración se encuentra el altar, que es una mesa, cubierta por un mantel, y esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino. Junto a la mesa está el ambón, es decir, el lugar desde el que se proclama la Palabra de Dios: y esto indica que allí se reúnen para escuchar al Señor que habla mediante las Sagradas Escrituras, y, por lo tanto, el alimento que se recibe es también su Palabra.

Palabra y pan en la misa se convierten en una sola cosa, como en la Última Cena, cuando todas las palabras de Jesús, todos los signos que realizó, se condensaron en el gesto de partir el pan y ofrecer el cáliz, anticipo del sacrificio de la cruz, y en aquellas palabras: «Tomar, comer, éste es mi cuerpo... Tomar, beber, ésta es mi sangre».

El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia. «Acción de gracias» en griego se dice «eucaristía». Y por ello el sacramento se llama Eucaristía: es la suprema acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto de Dios y del hombre juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Por lo tanto, la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. «Memorial» no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos «recibir la Comunión», «comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara.

Todos nosotros vamos a misa porque amamos a Jesús y queremos compartir, en la Eucaristía, su pasión y su resurrección. El corazón se llena de confianza y esperanza pensando en las palabras de Jesús citadas en el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). Vivamos la Eucaristía con espíritu de fe, de oración, de perdón, de penitencia, de alegría comunitaria, de atención hacia los necesitados y hacia las necesidades de tantos hermanos y hermanas, con la certeza de que el Señor cumplirá lo que nos ha prometido: la vida eterna.


4.8.15. Reconciliación.

A través de los sacramentos de iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora, todos lo sabemos, llevamos esta vida «en vasijas de barro» (2Cor. 4, 7), estamos aún sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la nueva vida. Por ello el Señor Jesús quiso que la Iglesia continúe su obra de salvación también hacia los propios miembros, en especial con el sacramento de la Reconciliación y la Unción de los enfermos, que se pueden unir con el nombre de «sacramentos de curación». El sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación. Cuando yo voy a confesarme es para sanarme, curar mi alma, sanar el corazón y algo que hice y no funciona bien. La imagen bíblica que mejor los expresa, en su vínculo profundo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y los cuerpos (Mc 2, 1-12; Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26).

Ante todo, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en la paz.

Celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos la hermosa parábola del hijo que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el dinero, y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo, sino como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La sorpresa fue que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó hablar, le abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo les digo: cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta.


4.8.16. Unción de los enfermos.

La Unción de los enfermos, que nos permite tocar con la mano la compasión de Dios por el hombre. Hablar de la «Unción de los enfermos» nos ayuda a ampliar la mirada a la experiencia de la enfermedad y del sufrimiento, en el horizonte de la misericordia de Dios.

Hay una imagen bíblica que expresa en toda su profundidad el misterio que trasluce en la Unción de los enfermos: es la parábola del «buen samaritano», en el Evangelio de Lucas (10, 30-35). Cada vez que celebramos ese sacramento, el Señor Jesús, en la persona del sacerdote, se hace cercano a quien sufre y está gravemente enfermo, o es anciano.

Jesús, en efecto, enseñó a sus discípulos a tener su misma predilección por los enfermos y por quienes sufren y les transmitió la capacidad y la tarea de seguir dispensando en su nombre y según su corazón alivio y paz, a través de la gracia especial de ese sacramento. Esto, sin embargo, no nos debe hacer caer en la búsqueda obsesiva del milagro o en la presunción de poder obtener siempre y de todos modos la curación. Sino que es la seguridad de la cercanía de Jesús al enfermo y también al anciano, porque cada anciano, cada persona de más de 65 años, puede recibir este sacramento, mediante el cual es Jesús mismo quien se acerca a nosotros.

Es Jesús mismo quien llega para aliviar al enfermo, para darle fuerza, para darle esperanza, para ayudarle; también para perdonarle los pecados. Y esto es hermoso. El consuelo más grande deriva del hecho de que quien se hace presente en el sacramento es el Señor Jesús mismo, que nos toma de la mano, nos acaricia como hacía con los enfermos y nos recuerda que le pertenecemos y que nada —ni siquiera el mal y la muerte— podrá jamás separarnos de Él.[6]

4.8.17. Orden Sacerdotal.

El Orden, constituido por los tres grados de episcopado, presbiterado y diaconado, es el sacramento que habilita para el ejercicio del ministerio, confiado por el Señor Jesús a los Apóstoles, de apacentar su rebaño, con el poder de su Espíritu y según su corazón. Apacentar el rebaño de Jesús no con el poder de la fuerza humana o con el propio poder, sino con el poder del Espíritu y según su corazón, el corazón de Jesús que es un corazón de amor. El sacerdote, el obispo, el diácono debe apacentar el rebaño del Señor con amor. Si no lo hace con amor no sirve.

Un primer aspecto. Aquellos que son ordenados son puestos al frente de la comunidad. Están «al frente» sí, pero para Jesús significa poner la propia autoridad al servicio, como Él mismo demostró y enseñó a los discípulos con estas palabras: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros; el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 25-28 / Mc 10, 42-45).

Otra característica que deriva siempre de esta unión sacramental con Cristo es el amor apasionado por la Iglesia. Pensemos en ese pasaje de la Carta a los Efesios donde san Pablo dice que Cristo «amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (5, 25-27). En virtud del Orden el ministro se entrega por entero a la propia comunidad y la ama con todo el corazón: es su familia.

Un último aspecto. El apóstol Pablo recomienda al discípulo Timoteo que no descuide, es más, que reavive siempre el don que está en él. El don que le fue dado por la imposición de las manos (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6). Cuando no se alimenta el ministerio, el ministerio del obispo, el ministerio del sacerdote, con la oración, con la escucha de la Palabra de Dios y con la celebración cotidiana de la Eucaristía, y también con una frecuentación al Sacramento de la Penitencia, se termina inevitablemente por perder de vista el sentido auténtico del propio servicio y la alegría que deriva de una profunda comunión con Jesús.[7]

Por ello debemos ayudar a los obispos y a los sacerdotes a rezar, a escuchar la Palabra de Dios, que es el alimento cotidiano, a celebrar cada día la Eucaristía y a confesarse habitualmente. Esto es muy importante porque concierne precisamente a la santificación de los obispos y los sacerdotes.


4.8.18. Matrimonio.

Este sacramento nos conduce al corazón del designio de Dios, que es un designio de alianza con su pueblo, con todos nosotros, un designio de comunión. Al inicio del libro del Génesis, el primer libro de la Biblia, como coronación del relato de la creación se dice: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó... Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn 1, 27; 2, 24).

La imagen de Dios es la pareja matrimonial: el hombre y la mujer; no sólo el hombre, no sólo la mujer, sino los dos. Esta es la imagen de Dios: el amor, la alianza de Dios con nosotros está representada en esa alianza entre el hombre y la mujer. Y esto es hermoso. Somos creados para amar, como reflejo de Dios y de su amor. Y en la unión conyugal el hombre y la mujer realizan esta vocación en el signo de la reciprocidad y de la comunión de vida plena y definitiva.

Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se «refleja» en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia. La Biblia usa una expresión fuerte y dice «una sola carne», tan íntima es la unión entre el hombre y la mujer en el matrimonio. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: el amor de Dios que se refleja en la pareja que decide vivir juntos. Por esto el hombre deja su casa, la casa de sus padres y va a vivir con su mujer y se une tan fuertemente a ella que los dos se convierten —dice la Biblia— en una sola carne.

Sabemos bien cuántas dificultades y pruebas tiene la vida de dos esposos... Lo importante es mantener viva la relación con Dios, que es el fundamento del vínculo conyugal. Y la relación auténtica es siempre con el Señor. Cuando la familia reza, el vínculo se mantiene. Cuando el esposo reza por la esposa y la esposa reza por el esposo, ese vínculo llega a ser fuerte; uno reza por el otro.

El secreto es que el amor es más fuerte que el momento en que se riñe, por ello aconsejo siempre a los esposos: no terminar la jornada en la que habéis peleado sin hacer las paces. ¡Siempre! Y para hacer las paces no es necesario llamar a las Naciones Unidas a que vengan a casa a hacer las paces. Es suficiente un pequeño gesto, una caricia, y adiós. Y ¡hasta mañana! Y mañana se comienza otra vez. Esta es la vida, llevarla adelante así, llevarla adelante con el valor de querer vivirla juntos. Y esto es grande, es hermoso.

Tres palabras que se deben decir siempre, tres palabras que deben estar en la casa: permiso, gracias y perdón. Las tres palabras mágicas.

Permiso: para no ser entrometido en la vida del cónyuge. Permiso, ¿qué te parece? Permiso, ¿puedo?

Gracias: dar las gracias al cónyuge; gracias por lo que has hecho por mí, gracias por esto. Esa belleza de dar las gracias.

Y como todos nosotros nos equivocamos, esa otra palabra que es un poco difícil de pronunciar, pero que es necesario decirla: Perdona. Permiso, gracias y perdón. Con estas tres palabras, con la oración del esposo por la esposa y viceversa, con hacer las paces siempre antes de que termine la jornada, el matrimonio irá adelante.[8]

 

4.8.19. Conclusión.

Formando con Cristo-Cabeza "como una única persona mística", la Iglesia actúa en los sacramentos como "comunidad sacerdotal" "orgánicamente estructurada", gracias al Bautismo y la Confirmación, el pueblo sacerdotal se hace apto para celebrar la liturgia; por otra parte, algunos fieles "que han recibido el sacramento del Orden están instituidos en nombre de Cristo para ser los pastores de la Iglesia con la palabra y la gracia de Dios".[9]

El ministerio ordenado o sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio bautismal. Garantiza que, en los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo encarnado es confiada a los Apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona (Jn 20,21-23; Lc 24,47; Mt 28,18-20). Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos.[10]

 

ORACIÓN FINAL

A TI, SUMO Y ETERNO SACERDOTE

A Ti, sumo y eterno Sacerdote

de la nueva alianza,

se ofrecen nuestros votos y se elevan

los corazones en acción de gracias.

Desde el seno del Padre, descendiste

al de la Virgen Madre;

te haces pobre, y así nos enriqueces;

tu obediencia, de esclavos libres hace.

Tú eres el Ungido, Jesucristo,

al Sacerdote único;

tiene su fin en ti la ley antigua,

por ti la ley de gracia viene al mundo.

Al derramar tu sangre por nosotros,

tu amor complace al Padre;

siendo la hostia de tu sacrificio,

hijos de Dios y hermanos tú nos haces.

Para alcanzar la salvación eterna,

día a día se ofrece tu sacrificio,

mientras, junto al Padre,

sin cesar por nosotros intercedes.

A ti, Cristo pontífice, la gloria

por los siglos de los siglos;

tú que vives y reinas y te ofreces

al Padre en el amor del santo Espíritu.

Amén.




[1] Catecismo de la Iglesia Católica 1127

[2] Catecismo de la Iglesia Católica 1124 y 1125

[3] Catecismo de la Iglesia Católica 1123

[4] Catecismo de la Iglesia Católica 1131

[5] Catecismo de la Iglesia Católica 1129

[9] Catecismo de la Iglesia Católica 1119

[10] Catecismo de la Iglesia Católica 1120